La lucha interna por la dirigencia nacional de Morena, que lleva implícito el control en la designación de candidaturas (así lo asumen) de la elección 2021, refleja bien el cúmulo de contradicciones que anteriormente cedían con la voz del líder único. “La sombra del caudillo” permanece, y los jaloneos únicamente producen distractores.
Si bien es cierto que Andrés Manuel López Obrador no ha incidido en su partido como lo hacía hasta antes de agosto de 2018, cuando se realizó el V Congreso Nacional Extraordinario, Morena depende del cobijo presidencial para ganar elecciones. En manos del presidente permanece la estructura corporativa de voto, engrasada con la dispersión de dinero a los sectores sociales marginados.
En las encuestas aplicadas en las zonas donde se concentra esta población, la aprobación presidencial se mantiene entre el 70% y el 73% positivo. A diferencia de los sondeos realizados por internet y redes sociales, tomando en cuenta a los segmentos medios de la economía, en los cuales el descontento se ha instalado paulatinamente.
Ambos indicadores explican bien la construcción político social que López Obrador ya puso en práctica entre los votantes de la Ciudad de México, y con éxito total. Podría decirse entonces que, más allá de la militancia, y acorde con la sugerencia de levantar encuestas para definir las dirigencias del partido, la designación de candidatos difícilmente vaya al libre albedrío del partido.
Estas dos herramientas (encuestas y estructura), son las mismas con las que el tabasqueño terminó de romper con el Partido de la Revolución Democrática, y luego con el propio Marcelo Ebrard Casaubón, hoy secretario de Relaciones Exteriores. Después lo hizo con Ricardo Monreal Ávila como aspirante al gobierno capitalino, para consolidar el monopolio del poder partidista con el que López Obrador ha hecho y entendido la política a lo largo de su carrera.
No mucho ha cambiado desde entonces, fuera de que en la actualidad el presidente, además de concentrar el poder de las instituciones, dibuja una línea de mando completamente vertical hacia las clases populares que conformarán la estructura de voto de Morena. Tanto así que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación hace unos meses sancionó la entrega de programas a nombre del presidente.
Los funcionarios del Gobierno de México únicamente operan y perfeccionan la mano con la que se levantan o se dislocan diques desde Palacio Nacional. No hay tales “superdelegados”, ni “supersecretarios”. Sólo una voz habla por la Cuarta Transformación y nadie más tiene la autoridad para pronunciarse en nombre de ese proyecto hiperpersonal.
El exbarzonista Alfonso Ramírez Cuellar debería de conocer este entramado de realidad previo a la elección interna atípica del partido. Él fue el presidente de la Comisión de Presupuesto y Cuenta Pública de la Cámara de Diputados que miró cómo el órgano legislativo se convertía en una mera oficialía de partes, sin poder de cesión ni cabildeo con la federación.
La puesta en escena a la que se presta el zacatecano sólo dibuja las hostilidades intransitables en que se ha convertido Morena, ya sin su árbitro máximo. Y no es culpa de la militancia, Andrés Manuel López Obrador dejó a su suerte el vehículo que lo condujo al púlpito presidencial. Ausente la figura paternalista el partido se dispersó en protofacciones sin orden, consenso, ni proyecto común.
La ambición por los espacios, la pelea por la superioridad moral, el control de las candidaturas, los debates academicistas, las denuncias de corrupción entre unos y otros, es lo que queda como residuo de Morena sin su caudillo. Con padrón o sin padrón actualizado, es casi seguro que la militancia vuelva al sendero de las encuestas (contrarias a las escuelas de formación de cuadros) para definir a sus contendientes.
El fin último es retener el modelo de concentración de poder (en municipios y gubernaturas) y otorgarse a sí mismo otros tres años de control absoluto en la Cámara Baja. El fin justifica los medios, y en un partido donde la incertidumbre es la constante el pragmatismo político electoral definirá la tónica de las precampañas que inicien el próximo mes de enero.
No hay una ecuación distinta. López Obrador no propone nuevas formas de hacer política en Morena; por el contrario, permite la ebullición del conflicto. A final del día, la renovación de dirigencias es un distractor que encubre la realidad actuante: el verticalismo presidencial y la estructura de voto duro en sus manos.
Es poco o nada lo que puedan ofrecerle los dirigentes estatales y nacional al adalid máximo de la Cuarta Transformación más allá de disciplina absoluta. El presidente discernirá a quién prestar sus activos político-electorales para ganar tales o cuales espacios, y quiénes jugarán como fichas de recambio ante las dudas que dejaron correr en su mente. ¿Qué decidirá? Esa es la variable más incierta posible.
#Coincidencias: En las mesas de diálogo entre los cuatro aspirantes priístas a la candidatura a gobernador o gobernadora en el 2021, los esfuerzos se concentran en torno al quién abandera al partido en la coalición PRI-PAN-PRD, antes que conocer las condiciones del terreno electoral.
De acuerdo con el director del Instituto Zacatecano de Educación para Adultos, Carlos Aurelio Peña Badillo, llegará el momento de los acuerdos y la disciplina tricolor en las definiciones. Sin embargo, previo a estas, el partido debería de fijar sus prioridades en evaluar el perfil de las y los votantes.
La autocrítica abre la discusión acerca de cómo ganar la elección si no se conocen las condiciones reales del partido en tierra (específicamente el ánimo social), y de qué forma el PRI tendría que acercarse con los sectores que les ofrecieron más votos de los que obtuvo Morena en 2018.
Priorizar pues la fortaleza de partido, para que el o la candidata llegue en condiciones de mayor certidumbre a la contienda electoral. La propuesta permanece en los acuerdos que buscan construir Claudia Edith Anaya Mota, Adolfo Bonilla Gómez, Roberto Luévano Ruiz, y el mismo Peña Badillo.
El titular del IZEA sabe perfectamente el costo político electoral que le acarrea la sombra de Miguel Alejandro Alonso Reyes. Anticipa que la de Miguel es una factura que la ciudadanía le endosa, cuando de percepciones públicas se trata.
No por ello los 72 mil 727 votos que aportó al Distrito II, con 10 mil sufragios del semidesierto y de la capital que le arrebató el PANAL y el Verde Ecologista para darle el triundo a Alfredo Femat Bañuelos, son un capital menor a la hora de elevar propuestas entre sus compañeros en pugna.
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