Las y los integrantes de la LXIV Legislatura han caído en una fosa del tamaño de sus presuntas pretensiones altruistas con los municipios de Zacatecas. Se sabía desde hace tiempo que el de los créditos financieros para Tlaltenango, Luis Moya, Sombrerete y Valparaíso era un asunto cooptado por intereses monetarios en los pasillos del Congreso.

En las comisiones de Hacienda y Fortalecimiento Municipal, así como en la de Vigilancia, tal como lo explicó la diputada Susana Andrea Barragán Espinosa en un arranque de enfado, existieron ofertas monetarias y presuntas contraprestaciones entre distintos legisladores (no solo uno, como lo señaló la del distrito con cabecera en Villanueva) con los alcaldes.

Era el juego del “cabildeo legislativo” que asumió un grupo de diputados identificados con el ala (todavía) priista que encabeza Roberto Luévano Ruiz, metido de lleno en la asesoría al edil Alan Murillo Murillo para evitar el pago de cuotas al Instituto Mexicano del Seguro Social y del Sistema de Administración Tributaria, pensando que posteriormente le condonarían la deuda.

Así lo hizo él como presidente municipal de Guadalupe. Luego fue rescatado (aunque presente amnesia selectiva) gracias a las gestiones de la entonces diputada federal, Claudia Edith Anaya Mota, con un paquete de recursos extraordinarios para su gobierno con tal de que se pusiera al corriente con el IMSS en las cuotas obrero-patronales y de retiro, cesantía y vejez.

Recordemos que hacia el 2015, casi al final de la administración de Luévano Ruiz en Guadalupe, como presidente municipal también solicitó un empréstito para “liquidar” el total del adeudo con el IMSS por 160 millones de pesos, situación que no sucedió así, pues únicamente la mitad de los 180 millones que le aprobó la LXI Legislatura terminaron en la amortización de la deuda.

Actualmente, y con las modificaciones legales que restringen la adquisición de créditos como fuente de pago de otros adeudos, los municipios pueden afectar sus participaciones federales hasta en un 25%, siempre y cuando los empréstitos no se hereden a otras administraciones, condición que impusieron antier en el debate legislativo.

Salvo el de Sombrerete, el cual fue observado por la Secretaría de Finanzas y la Auditoría Superior del Estado como un ente público que no cuenta con viabilidad financiera para contraer obligaciones de pago a futuro por su excesiva carga de pasivos (gracias a los adeudos ante el IMSS y el SAT por la “inteligentísima” asesoría de Luévano Ruiz), el pleno podía aprobar los otros créditos.

El único que se logró de manera positiva fue el de Tlaltenango, aún y cuando no se soportaba en sus ingresos federales por aportaciones y/o participaciones. Los de Luis Moya (causa de la irritación de Susana Barragán) y Sombrerete simplemente no juntaron los votos requeridos por mayoría calificada que, según quienes conocen del tema, era una obligación ya pactada y pagada a una diputada.

Ella se encargaría, presumiblemente, de planchar a los de casa y a los oficialistas, para lo cual habría recibido cerca de 300 mil pesos en anticipo de parte de los presidentes municipales. Con un enlace fuerte en la Comisión de Vigilancia, y sin importar los diagnósticos ofrecidos por la ASE y SEFIN, incluso el de Sombrerete lo asumió como un crédito que contaría con el visto bueno del pleno.

El miércoles mismo, antes del inicio de la sesión, se hablaba de que existían “indicaciones” para que algunas bancadas dieran su consentimiento a la operación del bloque de los “Luévanos” en la LXIV Legislatura, lo cual era una simple presunción. Horas más tarde, Alan Murillo no lograba juntar ni siquiera el total de sufragios del bloque opositor, mucho menos de la bancada guinda y sus aliados.

Debido a las fuertes sospechas (que en pláticas privadas se asumían como sucesos reales) de desaseo por haber solicitado contraprestaciones a cambio de votos, los créditos municipales nacieron con una marca indeleble de corrupción y así transcurrieron. Este tipo de cabildeo, sin embargo, no fue el primero que conocimos en esta Legislatura.

Días antes, en una reyerta casi personal entre Ernesto González Romo y Priscila Benítez Sánchez, ambos se reprocharon (sin supuestos) los intereses económicos de cada uno. Una semana más tarde, Susana Barragán destaparía otro asunto pendiente en la agenda legislativa (igualmente sin mediar presunciones) por las conductas de soborno hacia un empresario.

Empero, fue a mediados del 2022, en el inicio del primer periodo ordinario del segundo ejercicio legislativo de septiembre, cuando supimos que la tregua entre el Bloque Plural Ampliado y las fracciones parlamentarias de Morena, PT, PVEM y PANAL, era impulsado por un acuerdo monetario para mejorar las finanzas del Poder Legislativo, previo a las glosas del primer informe de gobierno.

No podemos negar entonces que el incentivo financiero comienza a penetrar cada vez más en cada legislatura, al verse reducidos los ingresos de las y los diputados en los conceptos de subsidios y ayudas sociales. Que de esa perversión parlamentaria pasemos ahora a un momento donde la corrupción sea atajada oportunamente por el Órgano Interno de Control, se antoja incluso ingenuo.

Simple y sencillamente porque quien se dio por ofendido por aquellos sobornos, el empresario Eduardo López Muñoz, nunca acusó dicha conducta (está más ocupado en atender otras denuncias en la FGJEZ a uno de sus familiares). Presentarlas en el pleno como recriminación es más bien otro autogol en casa si antes las pruebas y la queja no llegaron a manos de Amuraby Gutiérrez Torres.


#Casualidades: Más grave aún se vislumbra el desahogo de una escándalo interno por acoso laboral y sexual de un legislador hacia uno de sus auxiliares, que la Junta de Coordinación Política incluso podría ya haber atenuado a través de un incremento salarial al trabajador violentado.

De acuerdo con la información que ha dado a conocer a algunos medios de comunicación el presidente de la JUCOPO, Enrique Manuel Laviada Cirerol, tampoco existe denuncia por la punible conducta del diputado en el Órgano Interno de Control.

Habrá que indagar aún más para saber si un acuerdo entre las partes ha sido el motivo principal para evitar la denuncia en un órgano que algunos diputados se desvivían en aprobar para darle calidad y orden a la vida interna del Poder Legislativo.

Hoy que ciertos comportamientos comienzan a rebasar la propia institucionalidad legislativa, el que menos aparece como protagonista y árbitro de estos fuertes conflictos internos, es nada más y nada menos que ese Órgano Interno de Control.

En donde no tiene injerencia alguna la LXIV Legislatura, sin embargo, es en la Fiscalía General de Justicia, en la que presumiblemente sí existiría la denuncia por acoso. Salvo que aquel consenso monetario también la incluyera, ese asunto bien podría terminar en un desafuero.

Ya veremos si la Junta de Coordinación Política decide empoderar, por una sola vez, a Amuraby Gutiérrez Torres, al negar un acuerdo de silencio que paradójicamente sería liquidado con dinero público, o si se vuelven cómplices del clima de violencia al interior de la Legislatura.

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